Por eso, si alguien se está preguntando por qué la filosofía y la ciencia, entendidas como el intento de describir racionalmente la realidad no aparecen antes, o cómo es posible que los hombres hayan podido creer en historias tan fantásticas como las de cualquier mitología, debería abordar primero el hecho de que por muy fantásticas y disparatadas que esas historias nos parezcan hoy, si todas las sociedades han creído en ellas tal vez sea porque no quedo otro remedio. Incluso nos podemos preguntar si en el fondo no resultó útil hacerlo. De hecho eso es lo que mantendremos aquí.
Los mitos son historias fantásticas y, por tanto, falsas. Pero una cosa es que un relato sea falso y otra que no pueda ser útil. Y ésa es precisamente la pregunta a la que nos lleva la reflexión por la mitología: ¿puede ser útil una ficción? Sobre esto ha habido diferentes respuestas, pero aquí nos vamos a concentrar en las posturas, más o menos pragmatistas, de Eric Havelock y Hans Blumenberg.
Eric Havelock ha sido miembro de la llamada escuela de Toronto, cuyos miembros vienen preocupándose sobre la relación entre la cultura y los distintos medios o soportes para su transmisión. A finales de los años sesenta, Havelock publicó su célebre estudio Preface to Plato (Prefacio a Platón) donde mantenía que la filosofía (en un amplio sentido del término que incluye también la ciencia) no pudo aparecer hasta que no existió un sistema de transmisión de información como fue la escritura fonética. Según Havelock, todas las sociedades humanas necesitan almacenar un conjunto más o menos grande de información para sobrevivir y para conservar una determinada forma de vida. A ese conjunto de información lo llama “biblioteca cultural”. Por supuesto, toda sociedad tiene su propia biblioteca cultural. Pues bien, uno de los problemas básicos a los que toda sociedad se enfrenta es el de dónde “guardar” su biblioteca cultural. Quizá a nosotros, que conocemos infinidad de tecnologías, desde la impresión en papel a los soportes informáticos, el problema nos parece sencillo de resolver. Pero aquí es crucial no olvidar que no siempre fue así. Los hombres del paleolítico debían conservar prácticamente toda su biblioteca cultural en sus cabezas. Sólo algunas inscripciones como las pinturas rupestres o algunas muescas en la madera podían guardarse fuera.
Incluso cuando apareció la escritura, ésta se reservaba para muy pocos usos, como el de registrar las leyes. Por no hablar de que sólo unas pocas personas de los primeros imperios y reinos donde apareció la escritura sabían leer y escribir. La invención del alfabeto fonético por parte de los fenicios y su posterior mejora con la introducción de las vocales por parte de los griegos, hizo posible la aparición de esa clase intelectual a la que Aristóteles llamó “los filósofos”. Pero lo cierto es que la mayoría de la gente continuó ajena a la revolución que ello supuso. Dicho de otro modo: la mayoría de las personas debía depositar su biblioteca cultural exclusivamente en su memoria.
Pues bien, según Havelock, los mitos, que son historias que se transmiten de manera oral, vienen a ser una solución, rudimentaria pero útil, para este problema. Por ser relatos, los mitos se recuerdan de manera más o menos sencilla. Porque una de las características de los relatos es precisamente la facilidad para recordarlos y para transmitirlos. Por ejemplo, los grandes códigos legales no podían haber aparecido antes de que existiese la escritura, porque sería imposible recordarlos, o porque habría disputas entre quienes recuerdan distintas versiones de los artículos. De hecho, no es casualidad de que en el relato bíblico del Éxodo, Yahveh no sólo entrega a Moisés y los israelitas un conjunto de leyes sino que, además, se las entrega por escrito. No puede haber ley sin escritura. Sólo costumbres. Y también relatos. Estos relatos contribuyen a distinguir el bien del mal, lo permitido de lo prohibido. También narran el comienzo del mundo, o cuentan historias de los diferentes elementos que lo forman. Y, lo más importante, son más o menos fáciles de recordar o de transmitir. Porque nuestra memoria, sin la ayuda de la escritura, apenas es capaz de recordar relatos. Y muy difícilmente recordará razonamientos complejos o enumeraciones mínimamente largas.
Es por ello que los mitos, las leyendas y en general los relatos que se transmiten dentro de las sociedades, al menos hasta que en ellas se populariza la escritura, son algo más –no: mucho más– que un simple entretenimiento. Sencillamente, son la única herramienta del que disponen las sociedades y grupos humanos para clasificar la realidad o para generar códigos morales. En términos de Havelock: son la principal estrategia para almacenar y transmitir una biblioteca cultural.
El segundo autor del que quiero hablar y que se ha ocupado del valor de los mitos en las sociedades ágrafas es el filósofo alemán Hans Blumenberg. En una obra ya célebre, Trabajo sobre el mito, Blumenberg dice que desde su aparición el hombre debe enfrentarse a lo que él llama absolutismo de la realidad. Por tal cosa, nuestro filósofo se refiere a la situación en que el hombre se halla incapaz de garantizar las condiciones de su supervivencia frente a la naturaleza. Según Blumenberg, la naturaleza y la sensación de impotencia ante ella antes de el dominio técnico cambie la situación generan en el hombre tanto inseguridad como angustia. Pues bien, los mitos son una forma de hacer frente, no a la naturaleza misma, sino a esa inseguridad y esa angustia que generan en el hombre. Según Blumenberg hay que distinguir por tanto dos cosas: por un lado, la facilidad con que la naturaleza puede acabar con la vida humana; por otro, la angustia que tal cosa produce. Los mitos serían una estrategia para hacer soportable esta última. Y ello porque el mito es antes que nada un modo de antropomorfizar, de personalizar la naturaleza. De forma parecida a como las fábulas confieren caracteres humanos a los animales, los mitos en general “humanizan” la naturaleza. Con ello, esta naturaleza queda dotada de características humanas: los vientos, el océano, las cumbres de las montañas, la noche, el día, la tierra, el cielo, el sol... reciben en los mitos nombres propios, igual que los hombres. No sólo eso, sino que actúan igual que éstos, persiguiendo propósitos. Eso no significa que no sigan siendo presentados como fuerzas terribles. De hecho siguen siéndolo. Pero ahora se trata de fuerzas terribles cuyas acciones tienen sentido: buscan venganza, están enamoradas, son egoístas, o incluso malvadas. Pero al menos, al ser dotadas de característica humanas comienzan a resultar algo más comprensibles. Y por supuesto, aquí no importa si las historias míticas son falsas. Lo más importante es el efecto que tienen los mitos, no su verdad.
NOTA ACLARATORIA: Texto extraído de la página de Recursos Didácticos de Filosofía de Pascual González


No hay comentarios:
Publicar un comentario